
Las pequeñas manos de Cindy ayudaban a su madre a amasar la pasta de galletas de jengibre con las que merendarían esa tarde. Su madre hoy tendría mucho trabajo preparando el famoso pavo relleno y el rico ponche de huevo para la cena de Acción de Gracias, así que Cindy decidió aligerar la carga de su madre participando en los preparativos.
Cindy adoraba las fiestas navideñas, tanto por la llamativa ornamentación de las calles de la ciudad, como por el espíritu que se compartía dentro y fuera de su hogar. A través de la ventana de la cocina, mientras charlaba desenfadadamente con su madre sobre qué forma darle a las galletas, veía las casas de los vecinos, que tenían ya en su mayoría las fachadas adornadas con multitud de luces y adornos. Excepto una de las casas que se situaba dos parcelas a la izquierda de la suya, en la acera de enfrente. Se preguntó quién viviría en esa triste casa.
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Unos ojos observaban el exterior de la calle a través de las rendijas de las persianas bajadas. Afuera, los niños correteaban y lanzaban bolas de nieve entre carcajadas, ataviados con voluminosos abrigos y coloridas orejeras.
Una llamada al teléfono fijo le hizo sobresaltarse, mientras apartaba con desgana la vista de la calle y se dirigía en la penumbra a responder al teléfono.
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Su madre le había dado un pequeño descanso así que Cindy aprovechó para salir a jugar un rato al nevado jardín e ir haciendo el mejor muñeco de nieve de la calle. Un fuerte sonido le sacó del entusiasmo con el que acababa de asentar la base del muñeco de nieve y al girar la cabeza hacia donde provenía el sonido vio como un viejo Ford Crown Victoria color beige, salía chirriando ruedas del garaje de la casa sin decorar, golpeando un cubo de basura metálico mientras giraba bruscamente para coger la recta de la calle, desapareciendo posteriormente en la lejanía.
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Se dirigía a paso vivo hacia un pequeño complejo interior de edificios, tras haber pasado el cerco militar y aparcado el coche en el exterior del vallado. Acercó una tarjeta identificativa al lector de tarjetas de una de las puertas del tosco edificio, y las puertas se abrieron. Se dirigió al ascensor, e introduciendo una llave y girándola, puso rumbo al subsuelo.
─Tienes que ver esto Matt -le dijo su segundo al mando conforme se abrieron las puertas del ascensor y ponía un pie en la sala.
Un videowall compuesto por diez pantallas en la pared del fondo de la sala y diez mesas con ordenadores y el resto del equipo de personas tecleando y comprobando datos, se distribuían a ambos lados de la sala, conformando el interior del búnker.
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En el cálido hogar de Cindy, el crepitar de los troncos en la chimenea acompañaba el coro de palmas de la familia durante la retahíla de villancicos que intentaban cantar por turnos con restos en la boca de galletas de jengibre recién hechas.
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Matt se puso las gafas mientras se acercaba al ordenador que había captado la alerta. Su operador se apartó para dejar que el coordinador de la defensa aeroespacial americana revisara los datos. Tras unos minutos comprobando los datos del ordenador del satélite número tres, volvió a mirar a su segundo al mando con preocupación y de nuevo volvió la vista hacia los datos.
─Verificad la información con el resto de satélites y poned la información centralizada en el videowall -conminó mientras se dirigía apresuradamente hacia el teléfono de sobremesa de baquelita negra.
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El enorme y dorado pavo relleno se acercaba en una bonita bandeja a manos de su madre hacia el hueco del centro de la rectangular mesa. Distribuidas sobre la mesa aguardaban al pavo grandes fuentes de mazorcas de maíz asadas, de puré de patatas y de guisantes y zanahorias baby.
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Al momento de descolgar el auricular y empezar a marcar el número del presidente en el dial, miró hacia el techo para ver cómo en aquel preciso momento se encendían los rotativos de color rojo y las alarmas empezaban a sonar. Colgó fuertemente el teléfono y se dirigió hacia el videowall para ver con más claridad si sus ojos no le estaban engañando.
Cinco señales equivalentes a cinco misiles nucleares intercontinentales rusos se dirigían hacia Estados Unidos y un claro mensaje parpadeaba en las pantallas: «Ataque de misil nuclear inminente». Desde sus puestos, su oficial y suboficiales le miraban compartiendo sus mismas convicciones: no podía ser un error.
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Sentados ya todos los miembros de la familia en la mesa, miraban los suculentos alimentos y a la artífice de tan abundante cena, alternativamente, con una sonrisa de agradecimiento en la cara. Con un ligero gesto de asentimiento y algo de rubor en su cara, la madre dio su beneplácito y, acto seguido, los miembros de la familia entrelazaron sus manos, cerraron sus ojos y comenzaron a rezar: «Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar…».
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Una visible gota de sudor surcaba su frente, sin prisa, pareciendo consciente de lo trascendental del momento y dedicándose sus minutos de gloria, mientras el coordinador contemplaba atónito como las señales se acercaban cada vez más a su continente.
─Señor, tenemos que avisar al presidente de inmediato -le sugería su oficial mientras le acercaba con gesto desencajado un maletín abierto, con una pantalla de códigos y un gran botón rojo cubierto por una tapa protectora.
Pero Matt, sumido en sus pensamientos, analizaba las posibilidades de que el sistema pudiera fallar cinco veces seguidas y de que ese error fuera a su vez confirmado por veinte niveles de seguridad distintos. Era inconcebible, sin embargo, también era inconcebible que la URSS, sin sistemas de defensa antimisiles, se lanzara a perpetrar un ataque suicida sin previo aviso. En diez minutos, según las previsiones, el impacto se produciría dando lugar a una explosión doscientas cincuenta veces mayor que la de Hiroshima.
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«…Amén». Y el padre se ofreció educadamente a trinchar el pavo, sirviendo el plato de su mujer en primer lugar y posteriormente el de sus hijos. Degustaban el tierno y sabroso pavo mientras elogiaban la buena técnica empleada por la jefa de cocina en su elaboración. Tras saciar su apetito, procedieron a recoger entre todos los platos de la mesa, y a guardar las sobras en tápers, para el reparto de estos excedentes entre los indigentes durante los días siguientes.
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─Avisar de esta situación a la Casa Blanca supondría la Tercera Guerra Mundial, John. No es posible que hayan lanzado esta ofensiva. Semejante imbécil aún no ha nacido, ni siquiera en la URSS -puntualizó Matt.
Acto seguido y a falta de cinco minutos para el impacto, los rotativos rojos se apagaron y las sirenas dejaron de emitir los alarmantes sonidos. En las pantallas del videowall las cinco señales habían desaparecido.
─Comprobad todos los satélites de nuevo y rastread esas señales -ordenó el coronel.
Pero las señales habían desaparecido; todo había sido fruto de un fallo en el sistema debido a una serie de alteraciones electromagnéticas producidas por una tormenta eléctrica.
Su oficial y suboficiales corrieron a abrazarle, saltándose cualquier protocolo, y entre risas y lágrimas de alegría elogiaban la sangre fría y el acierto de aquel coronel ante aquella difícil situación. Matt se desplomó sobre una silla con todo el cuerpo tembloroso y una sensación de enorme regocijo.
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Cindy procedió a inaugurar el turno de regalos con un bonito ramo de flores silvestres de color púrpura y naranja que entregó a su madre. Sentados de nuevo junto a la chimenea, intercambiaban las cajas de bombones de chocolate, típicos dulces navideños de colores blanco y rojo, y algún que otro pequeño juguete, envueltos en paquetes de un granate brillante.
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Al enterarse de lo ocurrido, los superiores de Matt, le dijeron que sería condecorado por haber evitado la catástrofe con su buen juicio. Pero la realidad fue muy distinta. EEUU no podía permitirse que el propio pueblo americano, ni mucho menos la URSS, se enterara de lo ocurrido, así que se ocultaron los acontecimientos y Matt fue relegado a un puesto de menor jerarquía para posteriormente ser jubilado anticipadamente con una pensión vitalicia que cubría a duras penas sus necesidades básicas.
Sin embargo, treinta años después de lo ocurrido, un suboficial presente aquel día en aquel búnker, hizo públicos los datos en la prensa y el pueblo americano enseguida puso cara a aquel héroe en la sombra.
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La nieve volvía a cubrir los jardines de aquella larga calle residencial. De nuevo era aquel día especial de Acción de Gracias y una ya adulta Cindy, se dirigía a pie desde su casa a dos manzanas, hacia la casa de sus ancianos padres, donde había pasado su infancia.
Llamó al timbre, y sus padres, tras abrir la puerta y propinarle unos cuantos besos, procedieron a darle unos cuantos regalos envueltos en un brillante papel de color rojo. Cindy volvió la vista hacia aquella casa que seguía sin decorar, pero esta vez en lugar de asaltarle las dudas, una sonrisa se dibujó en su bonita tez y se dirigió, con ella engalanada y cargada de regalos, hacia la puerta de aquella sobria casa.
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Un achaque de tos le hizo apartar la mirada de entre las rendijas de las persianas bajadas, y haciendo uso de un bastón, se acercó renqueante hacia el cajón de las medicinas. Volvió justo a tiempo de observar de nuevo a través de las rendijas de las persianas como un grupo numeroso de gente se acercaba cargado de regalos a su puerta. Cindy encabezaba la comitiva vecinal.
Llamaron al timbre en repetidas ocasiones pero Matt no abrió la puerta.
─Sabemos que está ahí señor -clamó Cindy desde el otro lado.
─Queremos agradecerle lo que hizo por nuestro país en un día como hoy hace tantos años. Es usted un héroe, señor.
Una lágrima corría por el rostro de aquel viejo coronel al otro lado de la puerta.
Todos los años, por Acción de Gracias, muchas personas se acercaban a la casa de Matt a depositar junto a su puerta sus signos de agradecimiento, por la humildad y buen juicio de aquel hombre que tantas vidas salvó.
Incluso después de muerto, una corona de flores lucía todos los años frente a su puerta, adornando la sobria casa, durante aquellos festejos navideños.
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